Mi padre levanta el puñado de coca y hace llover las hojas del destino al poncho de nogal, entre rezos entrecortados y el aliento detenido, ahí, en el piso de tierra de la choza, en esa oscuridad perforada por la mecha amarilla del lamparín. Todos estamos mirando, y al frente mi hermana Sibilina está muy mal, recostada en su manto rojo; parece que duerme porque está cansada. Los quintos han caído en todas direcciones, unos con otros se han abrazado, y los demás han ido más lejos. Él mira con detenimiento, arrimado a su bastón de chonta y mueve la cabeza. Luego rompe el silencio:
—Lejos de aquí fue el daño, abajo, en la quebrada. Es grave y necesita cuanto antes una pagapa.